La libertad de las piedras calientes



La libertad de las piedras calientes
Ceremonia de temazcal en una prisión juvenil











En la prisión intercambio mi licencia de conducir por un aparato que parece un control remoto. El guardia me explica: "Presione el botón verde en caso de ser atacado y vendremos corriendo a socorrerlo." Me meto el dispositivo en mi bolsillo, con el cuidado de no accionar el botón por error.

La prisión de The Herman G. Stark Youth Correctional Facility en la localidad de Chino, estado de California, se aferra al continente por la franja terrestre del lado este de Los Ángeles. Allí se encuentran 800 jóvenes “custodiados por el estado”, en un encierro ubicado detrás de un hermoso y denso cerco de árboles. Alguna vez en el pasado, estas instalaciones contuvieron más de 1400 internos por sus crímenes. Confinados antes de la edad de dieciséis, un delincuente juvenil podía ser condenado de por vida, dándosele una segunda oportunidad en la revisión de su caso nuevamente a los 25. Pero en 1999 el estado de California aprobó la Propuesta 22, que definía la imputabilidad a los catorce en vez de los dieciséis, lo que definió que a los dieciocho años los delincuentes juveniles se transfiriesen a la prisión adulta.

“Armado” con mi botón de pánico, camino a través de las puertas de seguridad en donde la documentalista pública de la prisión me da la bienvenida oficial en su oficina adornada con afiches de Frida Kahlo. Par mí ella es quien puede aliviar el burocrático mar de papeleos de la prisión, permitiendo que un fotógrafo curioso como yo pueda tomar fotos de un medicine man (Líder Espiritual) indígena mientras realiza una ceremonia ancestral en una construcción llamada temazcal, con un grupo de criminales adolescentes.

La documentalista me escolta fuera del edificio de la administración hasta el gran patio central resguardado. No veo a ningún interno, apenas detecto sus ojos invisibles mirando a través de las estrechas ventanas de sus celdas. Dentro de esa atmósfera tensa, intento tranquilizar mi respiración. A la entrada hay un jardín adentro de una cerca de alambre de púas de unos cuatro metros de altura. Un hombre de unos 60 años con una larga trenza canosa que le cuelga por la espalda nos saluda: "Jimi Castillo es mi nombre" dice y sacudimos nuestras manos en el saludo. Él me da la bienvenida a ese jardín mientras traba la puerta detrás de nosotros. Él es el portador de la pipa sagrada de las tribus de Tongva y de Acjachmen, cuyas tierras ancestrales fueron Los Ángeles, y justamente en el lugar en donde hoy está instalada la prisión. En su tarjeta de visita se lee el título de Nativo Americano “Chaplin”. Con este nombre ha conducido ceremonias semanales de temazcal en la prisión, desde el año 1991.

Jimi me presenta a los encargados de preparar la ceremonia, y me muestra los espacios de la “casa del sudor”, más exactamente llamado, temazcal. Sobre la estructura del temazcal se ponen lonas que cubren la estructura curva hecha de varas de árboles. Es un espacio redondo, de unos 1.5 metros de alto y 6 metros de diámetro. Parece una cesta dada vuelta sobre un hoyo central en donde se depositan las piedras. Cuando todo esté listo y la pequeña entrada se cierre, el interior del lugar se hará oscuro como el interior de un útero. Un hombre joven llena unos baldes de agua y moja en ellos salvia seca. Otros dos, sudando ya, preparan un gran fuego que calienta cincuenta y seis rocas volcánicas, cada una del tamaño de un cráneo. Luego de un par de horas, cuando las rocas brillen intensamente como carbones encendidos, serán transferidas al hoyo central del temazcal. La ceremonia -que incluye la vaporización del agua sobre las rocas calientes para crear un tipo de sauna nativo- se ha practicado a lo largo del tiempo en gran parte de América por diversas tribus, como una manera de limpiar y de rogar a los espíritus de nuestros antepasados. Los misioneros, las iglesias, y más adelante, el gobierno federal, intentaron prohibir este 'rito' considerado pagano. Pero desde hace dos décadas ha habido un renacimiento de las ceremonias indígenas en el pueblo mestizo, cuyo auge ha permitido realizar hoy en día ceremonias de temazcal, incluso, en algunas prisiones.

Cuando me invitaron acá esperé ver a participantes morenos y de pelo oscuro, pero alrededor mío veo convictos de todas las razas posibles. ”Yo no hago distinción entre las razas humanas” me dice Jimi. “Cualquiera que provenga de la ‘tribu de dos patas’ es bienvenido a sudar con nosotros."

Jimi me muestra en una huerta; el maíz, las calabazas y las habas que los internos han sembrado en el lugar. “Quisiera que al entrar a través de esa puerta tengan la conciencia de que están dejando la prisión para entrar en tierra sagrada.” Agrega.

“Este es un lugar seguro, donde los muchachos tienen la oportunidad de sentir la tierra bajo sus pies desnudos, donde pueden sentir el sol y la lluvia en la piel. Acá pueden encontrarse consigo mismos, y quizás sanarse”. En una esquina, una capilla honra con fotografías a los muertos y en el otro extremo una tortuga de tierra se posa con dirección al este.

Caminamos entre los rastrillos, las palas y las horquetas usadas para trabajar en el fuego. Mi mano roza el botón de pánico que tengo en mi bolsillo, mientras que Jimi se percata de mi mirada de preocupación. “En la prisión adulta, una barra de hierro es soldada a los dientes de los tenedores para que no puedan ser usados para herir a nadie " él explica. " Pero aquí, donde sudamos, es el único lugar en esta prisión en donde nunca se ha derramado una gota sangre. Incluso en las iglesias de aquí han ocurrido peleas. Pero ellos saben que si se derrama una sola gota de sangre en este lugar quemaré el temazcal y me iré para siempre."

¿Cuántas fotos tira su cámara por segundo?” pregunta un hombre asiático, lleno de tatuajes rudos, rompiendo el hielo y presentándose como Huy. Él nació en Vietnam, pero se fue de allí con su familia en un barco en 1974. Peregrinaron a través de campos de refugiado antes de instalarse en San Diego. Culturalmente perdido, se introdujo a la sociedad a través de una pandilla, hizo algo terrible a la edad de doce años, y se transformó en un convicto desde entonces. Ahora tiene veintitrés, espera ser liberado en el 2007. Él nunca fue a un baile de fin de curso, nunca tuvo una novia, y nunca tuvo su graduación. "Pero es la soledad la que es difícil de soportar aquí adentro", me cuenta mientras nos colocamos alrededor del fuego. "Mi familia me visita raramente, y conseguimos llamadas telefónicas pero no alcanza más que para saludar, eso es todo. Paso, a veces, 23 horas al día adentro de una celda. Es difícil no volverse loco. A algunos de nosotros les pasa. La presión es demasiado grande, unos se pierden, otros intentan matarse." Él es el único asiático que trabaja en el temazcal. "He estado en los servicios musulmanes, en la iglesia cristiana y aprendí de todos ellos. Pero aquí," dice, "es el único lugar en donde me siento en casa. ¿No es extraño?"

Un hombre latino de gran tamaño, con un tatuaje en su pecho, echa leños al fuego. Mientras el humo se levanta, se presenta como Pedro. Pareciera que es el hombre-fuego de la ceremonia: sus brazos y piernas no tienen pelos porque se los ha chamuscado al lado de las llamas. "Atendía los fuegos en otra prisión del Norte", me dice. Le dieron libertad condicional, pero algunas semanas más tarde lo detuvieron por conducir con algo de alcohol en su cuerpo. Por su adicción a la bebida fue enviado nuevamente aquí para acabar su rehabilitación. Entró en contacto con Jimi, preguntándole si podría trabajar en el temazcal. Pronto Jimi lo dejó a cargo de calentar las rocas. Ahora, cada jueves, sale de su celda al mediodía para comenzar el fuego.

Los otros encargados del terreno terminan sus trabajos y se acomodan alrededor de las llamas. La cercanía los hace tocarse con los brazos a la altura de los hombros y a la altura del cuello. Entre ellos bromean. “Oye, Pedro, ¿cómo cuántos kilos has perdido últimamente haciendo el fuego? ¡Pon unas veinte piedras más y échale más leña, más caliente, para que se queme toda tu grasa!” Pedro sonríe y me guiña un ojo. “Se hacen los muy rudos ahora, pero adentro del temazcal estarán chillando en serio cuando se ponga bien caliente”.

Dos guardias –con el tintineo de llaves, bastones y radios de sus cinturones- escoltan a treinta reclusos hasta el patio cerrado, y una vez adentro, se apartan para mirar desde la periferia. Los internos han cambiado su traje azul de prisioneros por unos shorts grises holgados. Se van sentando debajo de un árbol en unas sillas salpicadas por excremento de pájaro. Dos de ellos hojean revistas de autos. Cinco tocan un gran tambor practicando una canción. Otros simplemente permanecen de pie, mirando fijamente al fuego.

Jimi Castillo pide la atención a todos, hace algunos avisos en voz alta y le da la bienvenida a dos nuevos miembros. Los primerizos cubren su nerviosismo cruzándose de brazos para parecer tranquilos, mientras Jimi les explica la ceremonia. Después, se les anima a que hablen y compartan experiencias en torno al fuego. Recientemente, dos miembros de bandas rivales, sentados debajo este mismo árbol, desistieron de su promesa de matarse el uno al otro.

Los reclusos hacen una fila al lado del temazcal. Sus cuerpos marcados llenos de cicatrices y tatuajes son gordos, por la mala alimentación de la prisión y por una visible carencia de ejercicio.

Jimi, ahora vestido con un pantalón corto, se agacha frente al fuego y reza. Luego se acuclilla para entrar por la pequeña puerta del temazcal, llevando un ala de águila y un bolso de hierbas. Mientras Jimi esparce circularmente un poco de tabaco en la tierra, Pedro ofrece en un recipiente de madera tabaco a cada uno de los participantes, y cada uno de ellos toma una pizca. Antes de entrar al temazcal, cada uno dice un rezo silencioso, entregando ese tabaco al fuego, después se dan vuelta uno en uno, se arrodillan dicen, " Por todos mis antepasados" y avanzan a gatas humildemente, ingresando al temazcal. Al ingresar, Jimi les pasa una pluma de águila por la espalda. Los dos guardias se mantienen a cierta distancia, desinteresados, jugando con sus aparatos.








Soy invitado a entrar, sin ropa, anteojos, ni cámara, en shorts. Encuentro un lugar cerca de la entrada. Cuarenta individuos se sientan en el piso de tierra adentro, está muy lleno, hombro con hombro, rodilla con rodilla, alrededor del hoyo central. La poca luz que todavía entra a través de la puerta cae sobre los cuerpos de los participantes como una pintura de Rembrandt.

Pedro comienza a ingresar las rocas incandescentes, equilibrándolas en una horqueta, del fuego hasta la entrada del temazcal. Agachado en el hoyo central, un hombre joven con una mano herida, da la bienvenida a cada roca, y utiliza dos cuernos de venado para colocarlas al interior del círculo. Un calor irradia ferozmente el interior, y toma contacto violentamente con nuestra piel desnuda. Jimi esparce hierbas aromáticas arriba de las piedras rojizas que chisporrotean y se encienden, y veo manos que se extienden para atraer la fragancia hacia las narices.

Pedro finalmente tira de la lona de la puerta para cerrarla. En la repentina oscuridad, la mirada se ensancha, buscando un pequeño has de la luz para aferrarse a algo, pero solamente encuentro un resplandor volcánico en el centro.

Un rezo y una canción marcan el inicio de la ceremonia. Unos palos golpean llevando el ritmo. Silencio. Entonces Jimi lanza el primer vaso con agua hacia las piedras calientes que produce una explosión de vapor con un olor perfumado a salvia. El vapor sube hasta el techo, y baja quemando los hombros desnudos. Alcanzo a oír los gemidos de algunos compañeros a mi lado, yo también gimo, porque el vapor caliente me penetra por las fosas nasales, y siento quemaduras en mi espalda, nuestros poros se abren. Mientras más caliente la atmósfera, mayor la dificultad para cantar. Siento cómo otro hombre completamente sudado al lado mío canta, ruega y se sacude. Estoy sediento y tengo la sensación de calambres en los músculos de mi espalda.

Ahora es cuando ya no importa quién está preso, quién está libre, qué tatuajes llevas en tu piel o de dónde vienes. Al interior de esa matriz uno es simplemente un humano, desnudo, junto a otros, y nada más.

Sentados, rogamos en cuatro puertas, o rondas. En el primero se ruega por el mundo; en el segundo por las mujeres de nuestras vidas; el tercer ruego es por todas las relaciones y el cuarto, por uno mismo. Dentro del temazcal, de extremo a extremo en esta redondez, uno siente que mientras canta el calor se hace eterno, se siente el corazón con fuertes palpitaciones y uno piensa que el cerebro estallará en cualquier momento. Pero la puerta se abre nuevamente, compasivamente, para permitir la entrada de nuevas piedras calientes, mientras un chorro de aire exquisito nos refresca. "Nadie ha muerto aquí nunca", nos tranquiliza Jimi. “Pero en ocasiones, hemos tenido que sacar algunos hermanos para afuera. Eso es porque sus alteradas vidas no les permiten permanecer más tiempo acá adentro”.

Tres rondas más de oscuridad y de rezos. Tres rondas en que las rocas candentes silban mientras las baña el agua y se eleva el vapor; es esa continuidad desesperante de calor lo que provoca la búsqueda de la limpieza interior y el entendimiento de nuestra frágil mortalidad.

Finalmente, la puerta vuelve a abrirse por última vez, dentro los cuerpos están revolcados en el piso de tierra, pero se van incorporando con gran serenidad, sus ojos brillan llamativamente. Sus caras están marcadas por el lodo, sus rasgos son feroces, pero esta vez de gratitud.

Las luces halógenas y frías de la seguridad hacen relucir los cuerpos, mientras cada hombre se desplaza desde el temazcal hacia afuera para situarse en el círculo alrededor del fuego. Todas las manos se unen en un rezo final. Jimi les dice: " Nunca olviden esta sensación de estar libres, de modo que cuando ustedes salgan de la prisión, nunca tengan que volver acá.” El círculo se rompe y se empiezan a doblar las lonas que han tapado el temazcal para guardarlas.

Colocándonos en una fila procedemos a quitarnos el sudor y el lodo en una ducha. Las palabras vuelven lentamente, ahora son suaves, ya no está el humor áspero, las palabras y actitudes bravuconas. Pedro me muestra un bolso con medicina que está haciendo. Tiene un intrincado punto de tejido con granos minúsculos que cubren el cuero. "Cada grano es un rezo por mi familia", dice. “Mi esposa acaba de dejarme, llevándose a mis dos niños." Cuelga el bolso alrededor de su cuello. Los guardias escoltan a los presos a sus celdas, detrás de la alambrada. Lentamente se va realizando una transición entre el temazcal y la prisión. Llegan más guardias que instan a los muchachos a volver a las celdas, entre órdenes y radios portátiles que suenan de un momento a otro. Jimi abraza a cada interno antes de que se los lleven de vuelta a sus celdas. A pesar de esa luz áspera, los ojos de Jimi permanecen nobles.




Escrito por Jan Sturmann
Publicado en News from Native California, 2005
Traducción del inglés: Raíces del Sur (nuestros agradecimientos especiales a Tere González por su ayuda en la traducción).
El artículo original en inglés, además de muchas fotos del reportaje, lo puedes encontrar aquí.












1 comentarios:

    On 4 de enero de 2010, 16:41 Anónimo dijo...

    gran crónica... ¡gracias!
    ignacio

     

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